viernes, 21 de noviembre de 2008

La mujer cara de perro


(Divertido cuentito que no me deja de recordar a cierta escritora con aires de grandeza)

Del blog: bluelephant.blogspot.com
Hay una mujer en Villeurbanne con cara de perro. Vive cerca de mi casa. La veo casi a diario.

Cada vez que pasamos junto a la mujer con cara de perro le digo a Mónica «¿La viste? ¿Esta vez sí la viste?», pero Mónica nunca la ve. Siempre está mirando alguna otra cosa. Dice que son imaginaciones mías.

No ayuda que de espaldas parezca una persona normal. Ni siquiera tiene rabo.

Me pregunto qué se sentirá tener cara de perro. Cómo será vivir con esa cara.

A continuación apartes del diario de la mujer con cara de perro.

Lunes, 1980: Día normal. Cumplí ocho años. Los niños dicen que tengo cara de perro. De nuevo. Durante la cena lo comento. De nuevo. Mi madre dice que me parezco a mi padre. Mi padre dice que no tengo nada suyo.

Martes, 1986: Dos huevos. Café. Tengo cara de perro, sí. Mi madre dice que tal vez sea una enfermedad. Mi padre dice que no soy hija suya. Mi madre llora. No lo niega, sólo llora. En la escuela me dicen Laika.

Miércoles, 1990: Hoy me gradúo. Hay una fiesta pero prefirieron no invitarme. Los entiendo. Yo tampoco me invitaría a mi vida de tener la opción.

Jueves, 1994: Estaba borracha. Tamayo también. Arde.

Viernes, 1999: Llovió. El doctor dice que entiende mi indignación pero no puede hacer nada: Lo mío no es invalidante. No lo cubre el seguro. Yo sólo tengo cara de perro. Le pregunto cuánto más tengo que sufrir para que sea invalidante. Cuántos más apodos necesito para poder cambiar esta cara. El doctor me recomienda leer El hombre elefante una vez más. ¿Conté que llovió?

Sábado, 2001: Gran día. Ricardo me quiere así tenga cara de perro. Me quiere. Me escribió ayer. Me aseguró que no le importa cómo sea. Quiere conocerme. Me visitará dentro de un año, cuando termine su servicio militar.

Domingo, 2002: Ricardo dijo que nunca se imaginó que fuera así. Pensó que yo estaba bromeando. Lágrimas. Partida. Soledad.

Lunes, 2008: Mi hija, tiene solo seis años, me pregunta que por qué tengo cara de perro. Le digo que se mire al espejo antes de volver a preguntar.

jueves, 30 de octubre de 2008

El hombre que reescribía a Carver



PorAlessandro Baricco

Raymond Carver es conocido como el padre del ``realismo sucio'' y el modelo de novelas como American Psycho. Pero, ¿qué tiene que ver Carver con sus cuentos? La demoledora pesquisa de Baricco demuestra que el editor de Raymond tuvo más tino que el autor: Gordon Lish no sólo eliminó casi el cincuenta por ciento del texto original, sino que creó un estilo.

Bloomington (Indiana). Todo empezó hace unos meses, en agosto. Compro el New York Times y en la portada del Magazine encuentro un bellísimo retrato de Raymond Carver. Ojos fijos en el objetivo y expresión impenetrable, exactamente como sus cuentos. Abro la revista y encuentro un largo artículo firmado por D.T. Max. Decía cosas curiosas. Decía que desde hace varios años circula un rumor a propósito de Carver: que sus memorables cuentos no los escribió él; los escribía, pero su editor los corregía radicalmente haciéndolos casi irreconocibles.

El artículo decía que este editor se llamaba Gordon Lish, más bien se llama, porque todavía vive, aunque de esa historia no hable con gusto. Luego el articulista dice que tuvo la curiosidad de saber qué había de verdad en esta especie de leyenda metropolitana.

Así que fue a Bloomington a visitar una biblioteca a la cual Gordon Lish había vendido todas las cartas y los escritos a máquina de Carver en los que estaban incluidas sus correcciones. Fue y revisó. Y se quedó pasmado. De una manera muy americana, tomó uno de los libros de Carver (De qué hablamos cuando hablamos de amor) e hizo cuentas. Resultado: en su trabajo de editor Gordon Lish había eliminado casi el cincuenta por ciento del texto original de Carver y había cambiado el final a diez de trece cuentos. ¿Nada mal, verdad?

Puesto que Carver no es un escritor cualquiera, sino uno de los máximos modelos literarios de los últimos veinte años, pensé que había una historia que aclarar. Y dado que en los periódicos se escribe más lo que es bonito para leer y mucho menos lo que realmente acontece, pensé que había una historia que aclarar. Y dado que en los periódicos se escribe más lo que es bonito para leer y mucho menos lo que realmente acontece, pensé que había sólo un modo de averiguarlo. Ir y cerciorarse. Así que fui e investigué. Bloomington realmente existe, es una pequeña ciudad universitaria perdida en medio de kilómetros de trigo y silos. Muchos estudiantes y, en el cine, Benigni. Todo normal. También la biblioteca existe. Se llama Lilly Library y está especializada en manuscritos, primeras ediciones y otros preciosísimos objetos fetichistas de este tipo. Si estuvieras en Europa deberías dejar como rehén a un pariente, entregar kilos de cartas de presentación, y esperar con paciencia. Pero allí es norteamérica. Das un documento, te sonríen, te explican el reglamento y te desean buen trabajo (en casos como estos yo oscilo entre dos pensamientos: ``Son así y sin embargo matan a la gente en la silla eléctrica'' y ``Son así y por eso matan a la gente en la silla eléctrica''). Me senté, pedí el archivo Gordon Lish y me llegó una enorme caja para mudanzas, llena de folders muy ordenados. En cada folder, un cuento de Carver: el escrito original con las correcciones de Gordon Lish.

Con las condiciones de no usar bolígrafo, de tener los codos sobre la mesa y pasar las páginas una por una, podía tocar y mirar. Formidable. Me fui directo al más bello (según yo), de los cuentos de Carver: Diles a las mujeres que salimos. Un artilugio casi perfecto. Una lección. Tomé el folder, lo abrí. Me repetí que debía tener los codos sobre la mesa, e inicié la lectura.

Cosa de no creerse, amigos.

Ese cuento lo escogió Altman para su América hoy. También le gustaba a él. Ocho paginitas y una trama muy sencilla. Están Bill y Jerry, amigos de corazón desde la primaria. De los que compran el coche a medias y se enamoran de la misma muchacha. Crecen. Bill se casa. Jerry se casa. Nacen niños. Bill trabaja en el ramo de la gran distribución. Jerry es subdirector de un supermercado. El domingo, todos van a casa de Jerry que tiene una piscina de plástico y el asador de carne. Norteamericanos normales, vidas normales, destinos normales. Un domingo, después de la comida, con las mujeres arreglando la cocina y los niños en la piscina echando relajo, Jerry y Bill toman el coche y van a dar una vuelta. En el camino encuentran a dos muchachas en bicicleta. Se acercan con el coche y se hacen los graciosos. Las muchachas se ríen y no los toman en cuenta. Bill y Jerry se van. Luego regresan. No que sepan bien qué hacer. En cierto momento las muchachas dejan las bicicletas y toman el sendero del campo. Bill y Jerry las siguen. Bill, un poco desalentado, se para. Prende un cigarro. Aquí termina el cuento. òltimas cuatro líneas: ``No entendió nunca lo que quería Jerry. Pero todo empezó y terminó con una piedra. Jerry usó la misma piedra con las dos muchachas, primero sobre la que se llamaba Sharon y luego sobre la que debería ser de Bill.'' Fin.

Frío, seco hasta el exceso, metódico, mortífero. Un médico en su millonésima autopsia manifestaría mayor emoción. Carver puro. Un final fulminante y una última frase perfecta, cortada como un diamante, simplemente exacta, y helada. Aquella idea de despiadada velocidad, y aquel tipo de mirada impersonal hasta lo inhumano, se han vuelto un modelo, casi un tótem. Escribir, después de que Carver escribió aquel final, ya no es lo mismo.

Bien, y ahora una noticia. Aquel final no lo escribió él. La última frase -esta espléndida, totémica frase- es de Gordon Lish. En realidad, en su lugar Carver había escrito seis cuartillas, digo seis: tiradas a la papelera por Gordon. Leerlas causa cierto efecto. Carver lo narra todo, todo aquello que en la versión corregida desaparece en la nada dando al cuento aquel tono formidable, de ferocidad lunar. Carver sigue a Jerry por la colina, narra largamente la persecución a una de las dos muchachas, narra que Jerry la viola y luego se levanta, queda como atontado y se va, pero regresa y amenaza a la muchacha; quiere que no diga nada de lo que pasó. Ella lo único que hace es pasarse las manos por el pelo y decir ``vete'', sólo esto. Jerry continúa amenazándola, ella no dice nada, y entonces la golpea con el puño, ella trata de huir, él toma una piedra y la golpea en la cara (``sintió el ruido de los dientes y de los huesos al quebrantarse''), se aleja, luego regresa, ella está todavía viva y se pone a gritar, él toma otra piedra y la acaba. Todo en seis cuartillas: lo que significa: ninguna prolijidad pero también ninguna prisa. Con ganas de narrar, no de ocultar.

Sorprendente, ¿verdad? Todavía más es leer el final, es decir, las últimas líneas. ¿Qué puso el frío, inhumano, cínico Carver, al final de esta historia? Esta escena: Bill llega a la cima de la colina y ve a Jerry de pie, inmóvil, y cerca de él el cuerpo de la muchacha. Quiere huir pero apenas puede moverse. Las montañas y las sombras, a su alrededor, le parecen un encantamiento obscuro que lo aprisiona. Piensa irracionalmente que quizás bajando de nuevo hasta la calle y ocultando una de las dos bicicletas, todo se borraría y la muchacha dejaría de estar allí. Ultimas líneas: ``Pero Jerry estaba ahora de pie frente él, desaparecido en su vestimenta como si los huesos lo hubieran abandonado. Bill sintió la terrible cercanía de sus dos cuerpos, a la distancia de un brazo, incluso menos. Luego la cabeza de Jerry cayó sobre su espalda. Levantó una mano y, como si la distancia que ahora los separaba, ameritara por lo menos eso, se puso a golpear a Jerry, afectuosamente, sobre la espalda, rompiendo a llorar.'' Fin.

Adiós, Mister Carver.

Ahora bien, la curiosidad no es la de entender si es más bello el cuento tal como lo escribió Carver o como salió de la tijera de Gordon Lish. Lo interesante es descubrir, bajo las correcciones, el mundo original de Carver. Es como llevar a la luz un cuadro sobre el cual alguien ha pintado después otra cosa. Usas un solvente y descubres mundos ocultos. Una vez empezado es difícil detenerse. De hecho no me detuve.

Diles a las mujeres que salimos es la obra maestra que es porque realiza a la perfección un modelo de historia que luego tendría en los herederos más o menos directos de Carver una atracción muy fuerte. Lo que se narra allí es una violencia que nace, sin explicaciones aparentes, en un terreno de absoluta normalidad. Entre más violento y sin motivo es el gesto y quien lo cumple es una persona absolutamente ordinaria, más aquel modelo de historia se vuelve paradigma del mundo y esbozo de una revelación inquietante sobre la realidad. Demasiado inquietante y fascinador, para que no sea tomado en serio. Todos los muchachos bien que, en tanta literatura reciente, buena y menos buena, matan de la manera más feroz y sin ninguna razón, nacen de allí. Pero si se usa el solvente, se descubre una cosa curiosa. Carver nunca pensó en Jerry como en alguien realmente normal, como un norteamericano ordinario, como uno de nosotros. Bill sí lo es, pero Jerry no. Y la narración siembra acá y allá pequeños y grandes indicios. Hablan de un muchacho que perdía su trabajo porque ``no era el tipo a quien le gusta que se le diga lo que debe hacer''. Hablan de un muchacho que en la boda de Bill se emborracha y se pone a cortejar de manera pesada a las dos madrinas de la esposa, y luego va a buscar pelea con los empleados del hotel. Y en el coche, aquel famoso domingo, cuando ven a las dos muchachas, el diálogo carveriano original es más bien duro:

    (Jerry) ``Vamos. Probemos.''

    (Bill) ``¡Jesús! No sé. Deberíamos regresar a casa. Además, son demasiado jóvenes, ¿no?''

    ``Bastante viejas para sangrar, bastante viejas paraÉ ¿conoces el dicho, no?''

    ``Sí, pero no séÉ''

    ``¡Cristo!, sólo debemos divertirnos un poco con ellas, hacerles pasar un mal ratoÉ''

Es bastante para que el lector sienta de entrada un hedor de violencia y tragedia. Y cuando la tragedia llega abarca seis páginas y es construida paso a paso, explicada paso a paso, con una lógica que hiela, pero que es una lógica en la que cada peldaño es necesario y todo al final parece casi natural. Todo viene a la mente menos un teorema que describe la violencia comoÊun repentino segmento enloquecido de la normalidad. La violencia allí es más bien el resultado del comportamiento de toda una vida.

Sólo que Gordon Lish borró todo. Ni qué decirlo, tenía talento. Hasta en los más pequeños indicios, quita a Jerry su pasado, incluidos los últimos minutos del asesinato. Quiere que la tragedia, congelada, esté puesta sobre la mesa en las últimas cuatro líneas. Nada de anticipaciones, please. Se perdería el efecto. Resultado: de allí nace American Psycho. Pero Carver, él, ¿qué tiene que ver?

¿Puedo permitirme una nota más técnica? Bien. Carver es grande también por ciertos estilemas que, quizá sin que el lector se dé cuenta, construyen de manera subterránea aquella mirada mortífera por la cual se ha vuelto famoso. Trucos técnicos. Por ejemplo los diálogos. Muy secos. Acompasados por aquel extenuante y obsesivo ``dijo'' que, en la prosa, termina volviéndose una especie de batería que da el tiempo, con exactitud implacable. Un ejemplo: exactamente el diálogo citado arriba entre Bill y Jerry, en el coche. En la edición oficial es un bello ejemplo de estilo carveriano:

    ``Mira allá'', dijo Jerry, moderando la marcha. ``A ésas me las echaría con ganas.''

    Jerry continuó más o menos por un kilómetro y luego se paró. ``Volvamos atrás'', dijo. ``Probemos.''

    ``¡Cristo!'', dijo Bill. ``No sé.''

    ``Yo me las echaría'', dijo Jerry.

    Bill dijo: ``Sí, pero yo no sé.''

    ``¡Oh, Cristo!'', dijo Jerry.

    Bill dio una mirada al reloj y luego miró alrededor. Dijo: ``¿Les hablas tú? Yo estoy enmohecido.''

Limpio, veloz, rítmico, ni una palabra de más. Como un bisturí. Pero es la versión de Gordon Lish. El diálogo escrito originalmente por Carver suena diferente:

    ``¡Mira allá!'', dijo Jerry moderando la marcha. ``Podría hacer algo con aquellas cosas.''

    Continuó por el camino, pero los dos voltearon. Las dos muchachas los miraron y se echaron a reír, continuando a pedalear en la orilla de la calle.

    Jerry avanzó otra milla, después se paró en una placita. ``Regresemos. Probemos.''

    ``¡Jesús! No sé. Deberíamos regresar a casa. Y además, ¿son demasiado jóvenes, no?''

    ``Bastante viejas como para sangrar, bastante viejas para... ¿Conoces el dicho, no?''

    ``Sí, pero no sé.''

    ``¡Cristo!, tenemos sólo que divertirnos un poco con ellas, hacerles pasar un mal ratoÉ''

    ``Claro.'' Dio una mirada al reloj y luego al cielo. ``Habla tú.''

    ``¿Yo? Yo estoy manejando. Háblales tú. Además están del lado tuyo.''

    ``No sé, estoy un poco enmohecido.''

¿Sutilezas? No tanto. Si uno construye buques petroleros, no les checa los tornillos. Pero si hace relojes, sí. Carver era un relojero. Trabajaba hasta en lo más mínimo. El detalle es todo. Además, las palabras de un diálogo son como pequeños ladrillos: si cambias uno no pasa nada, pero si continúas cambiando, al final te encuentras con una casa diferente. ¿Dónde acabó el mítico ``dijo''? ¿Dónde acabó la batería? ¿Y la regla del nunca una palabra de más? ¿Dónde acabó aquel que llamamos Carver?

Para la crónica: conté los ``dijo'' añadidos por Gordon Lish al texto de Carver en aquel cuento. Treinta y siete. En doce cuartillas de las que casi la mitad no son diálogos y por tanto no cuentan. Trabajaba fino Gordon Lish, nada que objetar.

Fin de la nota técnica. No del artículo, porque tengo todavía un ejemplo. Colosal.

El último cuento de la colección De qué hablamos cuando hablamos del amor es brevísimo: cuatro páginas. Se titula ``Todavía una cosa''. Formidable, por lo que yo entiendo. Una sacudida eléctrica. Es una pelea. Por un lado, un marido borracho. Por el otro, la esposa con una hija jovencita. La mujer no puede más y le grita al marido que desaparezca para siempre. El dice algo. Se gritan cosas. Casi no hay acción, sólo voces que exhalan miseria, y dolor, y rabia, rumiando odio al ritmo de los obsesivos ``dijo''. Lo que te tiene con la respiración en suspenso es que todo está en vilo sobre la tragedia. La violencia del marido parece que está por explotar. Es una bomba encendida. Hay un instante en que todo se vuelve casi insoportablemente filoso. El lanza un tarro contra una ventana. Ella le dice a la hija que llame a la policía. Pero lo que pasa luego es que él dice: ``Está bien, me voy'' y va a su cuarto a hacer la maleta. Regresa a la sala. La mecha de la bomba parece siempre más corta. Ultimos compases, de odio puro. El marido ya está en el umbral. Dice: ``Sólo quiero decir una cosa.'' Punto y aparte. Ultima frase: ``Pero luego no logró pensar lo que podía ser.'' Fin.

Es el clásico Carver. Miserias de una humanidad desarmada y sin palabras. Nada sucede y todo podría suceder. Final mudo. El mundo es una tragedia estática.

En la Lilly Library tomé el escrito de Carver. Lo leí. Llegué hasta el final. El marido está en el umbral. Se voltea y dice: ``Sólo quiero decir una cosa.'' Bien. ¿Saben qué pasa? Allí, en aquel escrito, lo dice. Y como si no bastara, ¿saben qué dice? Aquí está:

    ``Escucha, Maxine. Recuerda esto. Te amo. Te amo pase lo que pase. Y también te amo a ti, Bea. Las amo a las dos.'' Se quedó de pie en el umbral y sintió que los labios le empezaban a temblar mientras las miraba en la que, pensó, sería la última vez. ``Adiós'', dijo.

    ``A esto tú llamas amor'', dijo Maxine y soltó la mano de Bea. Cerró la suya en un puño. Luego sacudió la cabeza y hundió sus manos en las bolsas. Lo miró y dejó caer la mirada, cerca de los zapatos de él. A él le vino a la mente, como en un shock, que iba a recordar para siempre aquella tarde, y a ella parada de aquel modo. Era horrible pensar que en todos los años venideros ella iba a ser para él aquella mujer indescifrable, una figura muda metida en un traje largo, de pie en el centro del cuarto, con los ojos mirando al suelo.

    ``Maxine, gritó. ``¡Maxine!''

    ``¿A esto lo llamas amor?'', dijo ella, levantando los ojos y mirándolo. Sus ojos eran terribles y profundos, y él los miró, todo el tiempo que pudo.

Leí y releí este final. ¿No es extraordinario? Es como descubrir que, en su versión original, Esperando a Godot termina con Godot que efectivamente llega, y dice cosas sentimentales, o sólo sensatas. Es como descubrir que en la versión original de Los novios, Lucía echa a Renzo y termina con un discurso anticlerical. No sé.

Le dice ``Te amo'', ¿entienden? Aquel silencio suyo en el umbral de su casa parecía la última estación de la humanidad y de la esperanza. Y sólo era un hombre que retomaba el aliento, con el corazón despedazado, para encontrar la forma de decir a la mujer que la ama, que a pesar de todo la ama. No es el silencio del desierto del alma. Sólo tenía que tomar aliento. Encontrar el valor. Todo eso.

Los Apocalipsis no son como los de antes.

El artículo en el Magazine del New York Times reconstruía el caso, y luego entrevistaba a unos ``addetti ai lavori'' (especialistas), preguntándose con qué derecho el trabajo del editor se sobrepone al trabajo del autor y, naturalmente, si todo eso redimensiona o no la figura de Carver. Por cierto, el problema es interesante, y también en Italia podría tomarse como pretexto para volver a reflexionar sobre la figura de los editores y hasta para descubrir alguna sabrosa intriga del país. Pero otro es el punto que me parece más interesante. Descubrir que uno de los máximos modelos de la cultura narrativa contemporánea es un modelo artificial. Nacido en laboratorio. Y sobre todo: descubrir que el mismo Carver no estaba capacitado para mantener aquella mirada impasible sobre el mundo que sus cuentos ostentan. Más bien, en cierto modo tenía el antídoto contra aquella mirada. La esbozaba, quizás hasta la haya inventado, pero después, entre líneas y sobre todo en los finales, la cuestionaba, la apagaba. Como si tuviera miedo. Construía paisajes de hielo pero luego los veteaba de sentimientos, como si tuviera necesidad de convencerse que, a pesar de todo aquel hielo, eran habitables. Humanos. Al final, la gente llora. O dice te amo. Y la tragedia es explicable. No es un monstruo sin nombre. Gordon Lish tuvo que intuir, por el contrario, que la visión pura y simple de aquellos desiertos helados era lo que aquel hombre tenía de revolucionario. Y era lo que los lectores tenían ganas de que se les narrara. Borró minuciosamente todo lo que podía calentar aquellos paisajes y, cuando era necesario, añadía aún más hielo. Desde un punto de vista editorial él tenía la razón: construyó la fuerza de un verdadero y propio modelo inédito. ¿Pero el punto de vista editorial es el mejor punto de vista?

El último día, en la Lilly Library, me releí de corrido los dos cuentos en la versión original de Carver. Bellísimos. De manera distinta, pero bellísimos. ¿Saben qué había de diferente? Que al final tú estabas de parte de Jerry y del marido borracho. Hay compasión por ellos y una comprensión de ellos, que logra la acrobacia insensata de hacerte sentir de parte del malo. Yo conocía al Carver que sabía describir el mal como cáncer cristalizado sobre la superficie de la normalidad. Pero en el original era distinto. Era un escritor que buscaba desesperadamente hallar el revés humano del mal, demostrar que el mal es inevitable; dentro de él hay un sufrimiento y un dolor que son el refugio de lo humano -el rescate de lo humano- en el paisaje glacial de la vida. Debía saber bastante de personajes negativos. El era un personaje negativo. Hasta me parece natural, ahora, pensar que haya buscado obsesivamente hacer aquello y nada más que aquello: rescatar a los malos. En el último cuento, el de la pelea, Gordon Lish cortó casi todas las palabras de la hija, y aquellas palabras son afectuosas, son las palabras de una muchachita que no quiere perder a su padre, y que lo ama. Ahora me parecen la voz de Carver. Y, en cierto momento, hay una parte, siempre cortada por Lish, en la que el padre mira a aquella muchachita, y lo que dice es de una tristeza y de una dulzura inmensas: ``Tesoro, me duele. Me encolericé. Olvídame, ¿quieres? ¿Me olvidarás?''

No sé. Se necesitaría ver todos los otros cuentos, estudiarlos seriamente. Pero regresé con la idea de que aquel hombre, Carver, tenía en la cabeza algo terrible pero también fascinante. La idea de que el sufrimiento de las víctimas es insignificante. Y que el residuo de humanidad que hierve bajo esta zona glacial está custodiado por el dolor de los verdugos. ¿Si así fuera, no residiría en esto su grandeza?

sábado, 25 de octubre de 2008

En qué creo


De J. G. Ballard
[Re-Search, 1984]

Traducción de Claudia Kozak, extraída de la Revista artefacto
Título y fecha del original en inglés: J.G. Ballard, “What I believe”, 1984.

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Creo en el poder de la imaginación para rehacer el mundo, liberar la verdad que hay en nosotros, alejar la noche, trascender la muerte, encantar las autopistas, congraciarnos con los pájaros y asegurarnos los secretos de los locos.

Creo en mis propias obsesiones, en la belleza de un choque de autos, en la paz del bosque sumergido, en la excitación de una playa de vacaciones desierta, en la elegancia de los cementerios de automóviles, en el misterio de los estacionamientos de varios pisos, en la poesía de los hoteles abandonados.

Creo en las pistas de aterrizaje olvidadas de Wake Island, señalando a los Pacíficos de nuestras imaginaciones.
Creo en la belleza misteriosa de Margaret Thatcher, en el arco de sus fosas nasales y el borde de su labio inferior; en la melancolía de los conscriptos argentinos heridos; en las sonrisas perturbadas de los empleados de estaciones de servicio; en mi sueño sobre Margaret Thatcher acariciada por ese joven soldado argentino en un motel olvidado, observados por un empleado de estación de servicio tuberculoso.

Creo en la belleza de todas las mujeres, en la perfidia de sus fantasías, tan cerca de mi corazón; en la unión de sus cuerpos desencantados con los rieles de cromo de las góndolas de supermercado; en su cálida tolerancia de mis propias perversiones.

Creo en la muerte del mañana, en el acabamiento del tiempo, en la búsqueda de un tiempo nuevo en las sonrisas de las mozas de los bares de las rutas y en los ojos cansados de los controladores de tráfico aéreo en aeropuertos fuera de temporada.

Creo en los órganos genitales de los grandes hombres y mujeres, en las posturas corporales de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y la Princesa Diana, en el suave olor que emana de sus labios cuando miran a las cámaras del mundo entero.

Creo en la locura, en la verdad de lo inexplicable, en el sentido común de las piedras, en la demencia de las flores, en la enfermedad reservada para la raza humana por los astronautas del Apolo.

No creo en nada.

Creo en Max Ernst, Delvaux, Dalí, Tiziano, Goya, Leonardo, Vermeer, de Chirico, Magritte, Redon, Durero, Tanguy, el Facteur Cheval, las torres Watts, Bocklin, Francis Bacon, y en todos los artistas invisibles dentro de las instituciones psiquiátricas del mundo.

Creo en la imposibilidad de la existencia, en el humor de las montañas, en lo absurdo del electromagnetismo, en la farsa de la geometría, en la crueldad de la aritmética, en las intenciones asesinas de la lógica.

Creo en las adolescentes, en la corrupción que hay en ellas sólo por la postura de sus piernas, en la pureza de sus cuerpos desaliñados, en los rastros que sus partes pudendas dejan en los baños de moteles miserables.
Creo en el vuelo, en la belleza del ala, y en la belleza de todo lo que alguna vez haya volado, en la piedra arrojada por un niño pequeño que lleva en sí misma la sabiduría de los estadistas y de las parteras.

Creo en la amabilidad del bisturí, en la geometría sin límites de la pantalla de cine, en el universo oculto dentro de los supermercados, en la soledad del sol, en la locuacidad de los planetas, en la redundancia de nosotros mismos, en la inexistencia del universo y el aburrimiento del átomo.

Creo en la luz que arrojan las videograbadoras en las vidrieras de las grandes tiendas, en la agudeza de las parrillas de los radiadores en los salones de venta de automóviles, en la elegancia de las manchas de aceite sobre las barquillas de los motores de los 747 estacionados en las pistas de los aeropuertos.

Creo en la no existencia del pasado, en la muerte del futuro, y en las infinitas posibilidades del presente.

Creo en el desarreglo de los sentidos: en Rimbaud, William Burroughs, Huysmans, Genet, Celine, Swift, Defoe, Carroll, Coleridge, Kafka.

Creo en los diseñadores de las Pirámides, el Empire State, el bunker del Fuhrer en Berlín, las pistas de aterrizaje de Wake Island.

Creo en la fragancia del cuerpo de la Princesa Diana.

Creo en los próximos cinco minutos.

Creo en la historia de mis pies.

Creo en las migrañas, el aburrimiento de las tardes, el temor a los calendarios, la traición de los relojes.

Creo en la ansiedad, la psicosis y la desesperanza.

Creo en las perversiones, en el amor obsesivo por los árboles, las princesas, los primeros ministros, las estaciones de servicio abandonadas (más bellas que el Taj Mahal), las nubes y los pájaros.

Creo en la muerte de las emociones y el triunfo de la imaginación.

Creo en Tokio, Benidorm, La Grande Motte, Wake Island, Eniwetok, Dealey Plaza.

Creo en el alcoholismo, las enfermedades venéreas, la fiebre y el agotamiento.

Creo en el dolor.

Creo en la desesperanza.

Creo en todos los niños.

Creo en mapas, diagramas, códigos, juegos de ajedrez, rompecabezas, tableros de horarios de vuelos, carteles indicadores de los aeropuertos.

Creo en todas las excusas.

Creo en todas las razones.

Creo en todas las alucinaciones.

Creo en toda la rabia.

Creo en todas las mitologías, recuerdos, mentiras, fantasías y evasiones.

Creo en el misterio y la melancolía de una mano, en la amabilidad de los árboles, en la sabiduría de la luz.

lunes, 22 de septiembre de 2008

Uno

Mi novia es masoquista. Le encanta que le azote chanclas mojadas en la espalda. Que le jale de los cabellos. Que le haga la mariquita.
No me canso de golpearla. Eso sí, no me gusta que su sadismo me alcance. Ya se lo he dicho: a mi no me vengas con tonterías maniáticas. Si quieres que te de con el cordón de la plancha por mi bien. Me gusta verte excitada y, para que lo niego, el sabor de tu sangre me pone de una marcha. Pero el dolor, el mío, nomás no lo soporto. Ni pienses darme con el gancho de ropa o meterme por la cola esa verdura.

jueves, 18 de septiembre de 2008

Caminata bajo lluvia

El vidrio refleja al intruso
El abismo de luz multiplica su cuerpo

Por momentos pareciera un ejercito
que se mira así mismo

El vidrio recibe el pie descalzo
de abismo
de ejercito que sangra

El vidrio es paño de abismo
que el cuerpo deja

En algún lugar el ejercito
es un hombre solo
que se cura la herida

El abismo